De amasar hasta conjurar una pandemia

Andrés Ugaz

Kala Tanta, Panadería Artesanal

 

 

 

Hay muchas formas de abordar la panadería o de concebir el pan. No existe ninguna religión que no la pondere más allá de su función obvia. Muchas organizaciones dedicadas a la alimentación relacionan el pan directamente con el alimento, y es posible que sea la preparación más mestiza de toda la historia de la humanidad. No es difícil seguir el rastro de nuestro paso por la historia siguiendo el rastro del trigo y, por supuesto, del pan. Cargado de símbolos, contenidos, materia, espíritu y comunión, el pan representa lealmente –como no lo hace ningún otro alimento– la cotidianidad. Otras de las formas de concebir el pan, y en palabras de Michel Pollan, es considerarlo sencillamente como una técnica ingeniosa para mejorar el sabor, la digestión y el valor nutritivo de un cereal.

En estas líneas ensayaré una reflexión desde mi condición de panadero y miembro de una familia que, como muchas durante estos días, comenzaron a elaborar pan en casa. Sin ninguna pretensión académica ni técnica –prometo hacerlo en una siguiente entrega–, ni la aspiración de zanjar ningún tema relacionado con el complejo mundo de la panadería, como mucho convocar a quien me lee a mirar a su alrededor y constatar que algo pasó desde el minuto en que un señor con la cara de autogol desde la OMS declaró la pandemia y de pronto las bodegas se quedaron sin harina.

 

¿Qué extraño mecanismo se activó en las familias de todo el mundo que nos llevó a poner las manos en la masa en medio de la pandemia más grande que ha sufrido nuestra especie?

 

Del cautiverio, independencia e incertidumbre

La panadería se ha convertido en uno de los últimos y más recientes espacios de culto dentro de la inmensa geografía gastronómica. Y en medio del momento que vivimos, en tanto el coronavirus trastocó las dinámicas habituales y el confinamiento obligatorio o voluntario, nos presentó a la cocina y a la panadería como opciones accesibles para sobrellevar mejor esta condición de quedarnos en casa. Por un lado, surgió una gran curiosidad por aprender nuevas técnicas que nos permitan desenvolvernos en espacios que creíamos perdidos como la cocina, la mesa y la sobremesa. Por otro lado, se desarrolló la necesidad de generar ingresos desde los hogares con preparaciones caseras y finalmente la toma de conciencia de una alimentación saludable, no por moda sino por protección. Sea cual fuere el caso, la panadería, y no cualquiera, sino la artesanal, se situó nuevamente en el centro de atención en cuanto se habla de cocina. Reafirmó la percepción que incluso antes de la pandemia se tenía de la panadería artesanal como el vehículo perfecto para el regreso generalizado y emocional a lo local regional, a los procesos lentos, manuales y naturales.  Una forma de resistir, de responder a un sistema por el cual ya no queremos ser gobernados, en el que preparar nuestros propios alimentos es una declaratoria de independencia frente al consumo sin razón. Es posible que la actual crisis económica mundial se deba principalmente a que ahora consumimos solo lo que necesitamos. No olvidemos que había demandas sociales y crisis antes de la covid-19 que ahora se aderezan con un componente adicional: la incertidumbre.  Desde mi experiencia en la panadería, una condición para transitar en este oficio es justamente la predisposición a vivir en la incertidumbre. La panadería está más cerca de la jardinería que de la carpintería –si de oficios hablamos–, en el sentido de que tratamos con insumos vivos y lo máximo a lo que podemos aspirar es a generar las condiciones para que una cultura no humana, de levaduras y bacterias, logre el prodigio del pan todos los días. Eso hicimos en casa durante la cuarentena, dictado por la memoria genética de nuestra especie: generar, durante la incertidumbre, las condiciones necesarias para lograr un prodigio colectivo. Seguir siendo.

 

 

Del ritual para conjurar una pandemia

 

Los rituales familiares son discretos, pero vitales. Se fijan en las marmitas de nuestra memoria y, según el filósofo Byung-Chul Han, hacen habitable el tiempo, como si fuera una casa. Ordenan el tiempo y de este modo hacen que tenga sentido para nosotros. La desaparición de los rituales nos ahoga. Y la recuperación de espacios que creíamos perdidos instaura nuevos rituales. Las familias que amasan y la escasez de harina en las bodegas nos debería llenar de esperanza a los que amamos el pan. Pan y pandemia no sólo comparten raíz, sino que además, en griego, pandemia significa «reunión de todo un pueblo». Quiero creer que hacer pan es un ritual que contraviene y nos ayuda a afrontar juntos todo un pueblo, a una pandemia.  Así me explico cómo la red social no virtual más grande del planeta, aquella que conformamos todos lo que hemos comido pan el día de hoy, ahora también se alimenta de hacedores de pan. Amasar activa una red invisible en la que nos conectamos en el tiempo y en el espacio todos los panaderos del mundo, los de ahora y los de siempre. La masa, puerta dimensional que nos une con los primeros trigos de Mesopotamia, con el panadero egipcio que olvidó la masa de harina y agua y luego se conmovió al verla respirar al día siguiente. Con el pistón griego que ensayó por primera vez cómo hornear en un horno de bóveda y obtuvo el prodigio del pan perfecto. Hacer el pan atemporiza y nos confronta con nuestra condición humana, imperfecta y, por eso, hermosa. La búsqueda de la perfección hace del panadero un observador paciente. Extraña condición que nos permite elevar episodios cotidianos a momentos memorables. Revela en realidad el valor de mirar con detenimiento.

 

El oficio de hacer pan todos los días e ir tras la masa perfecta fragua el carácter del panadero hasta reconocerse falible, imperfecto y eterno novato. Atesora el hecho de mirar con detenimiento, hace de la paciencia su único recurso frente a una larga fermentación,  alimenta la esperanza de que en la próxima horneada será mejor que en la última. Es posible de ahí que todos los panaderos que conozco quisieran que sus seres queridos, alguna vez en su vida, hagan su propio pan, los emociona revelar algo tan humano, movilizador y sin embargo tan poco difundido.

 

En estos días, hacer el pan nos afirma, nos conecta, nos proyecta al otro, nos independiza y nos ofrece una gran razón para seguir, la certeza de que en la siguiente horneada seremos mejores que en la anterior.

 

 

 

Antes, durante y lo que viene, según este humilde servidor

 

Poco antes de la pandemia, los foros de discusión alrededor de la gastronomía trataban sobre los sistemas alimentarios sostenibles, las perversas paradojas de países de cocina exquisita y niños con hambre, desnutrición y sobrepeso, de los desayunos y quioscos escolares en códigos de barras, de una desarticulación entre un crecimiento en la industria gastronómica con sello nacional y familias campesinas más empobrecidas que antes, pérdida de los recetarios familiares urbanos y rurales, y hogares en los que ya no se cocina y mucho menos se hace el pan. Éramos testigos cómplices de la erosión de ese bien que nos trajo tanta alegrías, ya que su fuente creativa en las cocinas familiares se había apagado. Queda claro que no queremos regresar a esa normalidad, ya que en ella se encuentra el problema. Los meses de pandemia revelaron el desequilibrio cultural, ambiental y económico en el que transcurrían nuestros días. En apenas unos meses, los negocios vinculados a la panadería aprendimos mucho más sobre las preferencias de nuestros clientes que lo que pudimos advertir  en años: frecuencia de compras, hábitos familiares, y preferencias por grupos de edad, género y ubicación geográfica. En nuestro caso, antes de la pandemia nos dedicábamos solo a diseñar y a distribuir panes para restaurantes y hoteles. Si nos hubiéramos quedado solo con ese canal, habríamos cerrado definitivamente. Mi esposa Gabriela Wuest tomó la decisión más importante desde que abrimos hace siete años, en medio de una tormenta. Abrir al público y llegar a las casas de Lima y el Callao (la región donde se encuentra nuestra panadería). Desde ese día de abril del año pasado, nuestra panadería se ha convertido en una aventura diaria, donde se toman decisiones importantes todos los días y contamos con información en tiempo real de los hogares.

 

Reafirmamos que nuestra capital es un Perú chiquito y que en ella viven familias de todas nuestras regiones que celebran cada vez que ponemos sus panes de la infancia en nuestra plataforma. Aprendimos que las familias quieren formar parte del diseño de la oferta y que buscan canales a los que hacer llegar sus propuestas, que ahora hacen pan en casa y quieren saber más. A día de hoy, hemos organizado al menos seis talleres de panadería en línea para las familias, para los hijos de trabajadores de empresas, para profesionales y aficionados. Y aprendimos algo muy importante. Cuanta más gente haga pan en casa, más se apasione por nuestra pasión, más haga sus propios prefermentos e internalice la metafísica de la masa madre en sus recetas domésticas, mejor nos irá a todos los negocios de panadería. No es una competencia en absoluto, sino la consagración del reconocimiento de nuestro trabajo y el paso previo a la valorización histórica. Estoy convencido, y me arriesgo a ensayar, que el contexto del pan posterior a la pandemia estará determinado por el grado de interacción que logremos con nuestros clientes, ya sean hogares, restaurantes u hoteles. En su gran mayoría, ese perfil de quien demandará el pan ya lo cocinó e hizo en casa, sabe lo implica nuestro trabajo y el milagro que logran esa colonia no humana de bacterias y levaduras en una masa, que la panadería artesanal es imperfecta y que se mueve en la incertidumbre, tal y como le tocó a nuestra especie en los último meses. Compra en línea, compara en tiempo real, valora los procesos y los productos saludables, y estrena una nueva sensibilidad hacia su entorno y las familias de productores campesinos y hacia los panes cargados de historia, aquellos que dicen mucho y desde hace mucho tiempo sin necesidad de hablar. Quiero creer, y disculpen el optimismo, que el tiempo que viene será el tiempo del pan.

 

 

 

 

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